¡Esto era viajar! Aquí va la tercera parte de las aventuras de tres hermanas por aquellas carreteras europeas de finales de los años sesenta…
¿Llevan armas, radios, munición…? El momento que Klara temía había llegado. Mientras el guardia aduanero soltaba su retahíla protocolaria, su padre Peter al volante ya preparaba una de sus respuestas ingeniosas. “Lo siento, espero que no sea un problema pero se me han olvidado…”. Klara apenas pudo ahogar una carcajada, anda, mira, ésta no me la esperaba… Se ve que el guardia tampoco, un jovenzuelo probablemente recién salido de la escuela militar. “Salgan del coche, lo vamos a registrar”.
Abatiendo el asiento, Klara salió con toda la agilidad de sus doce años del fiel Volkswagen de la familia, un Escarabajo rojo oscuro. Hacía varios grados bajo cero y las construcciones de triste hormigón y el alambre de espino por doquier no ayudaban a levantar el ánimo. Tampoco las metralletas de los guardias, ni el aviso colgado en la pared que dejaba claro que en este recinto el personal autorizado hará uso a discreción de las armas de fuego reglamentarias. Su madre, Gloria, parecía tranquila, quizás estaba acostumbrada a las excentricidades de su padre, pero ¿no había llevado esta vez las cosas demasiado lejos?

A pesar (o quizás a causa) de los nervios, no pudo impedir un enorme bostezo. Eran las siete de la mañana y hacía una hora que habían salido de casa. Vivir en la parte oeste de Berlín no estaba mal, pero con una madre con terror a volar, para salir de la ciudad y llegar al resto del “mundo libre” usaban el coche, a finales de los años sesenta un trámite largo y desagradable. Tras conducir media hora en cualquier dirección te encontrabas con el muro o uno de los pocos pasos fronterizos, todos anunciados con el mismo cartel… You Are Leaving the American Sector, está usted abandonando el sector americano – o británico o francés, según el caso.
Aquí se decía adios al oso berlinés, el símbolo de la ciudad y hola qué tal a un par de tanques rusos y a una hoz y un martillo esculpidos en hormigón. Y luego Willkommen in der DDR, bienvenidos a la República Democrática Alemana. Y enseguida su madre… “Bienvenidos… ¡ja! Democrática… ¿en serio?”. Y finalmente el primer soldado que, metralleta en mano, recibió los pasaportes y les hizo avanzar hasta el control aduanero, donde su padre había soltado la gracieta. El plan era celebrar la Navidad con sus abuelos maternos en los Alpes italianos, siempre que el guardia despechado tuviera a bien no acribillarlos a los tres.

Pero aquí llega ya por fin, se ve que se ha dado por satisfecho con retenerlos un par de horas sin razón aparente, porque les está entregando los pasaporte a través de la ventanilla. Klara da un suspiro de alivio. Ocupando los asientos delanteros, sus padres rozándose los hombros en el estrecho habitáculo, se miran, sonríen, se dan un beso (mira que son empalagosos…), su padre echa la mirada al frente, gira la llave y el motor cobra vida con el característico sonido metálico de su motor trasero.
Otro beso (¿terminarán ya…?), palanca en primera, el coche avanza unos metros… segunda… empieza a coger velocidad sin mucha prisa… tercera, cuarta… y se incorporan a la autopista. El firme es de bloques de hormigón y pasando de uno a otro, las ruedas hacen un ruido característico… claclac… claclac… claclac…
Por delante hasta la frontera tienen trescientos kilómetros que deben recorrer en un tiempo máximo estimado. Según les habían contado en el colegio, había cuatro corredores habilitados entre Berlín y la República Federal Alemana y los occidentales en tránsito tenían prohibido abandonar la autopista para adentrarse en Alemania Oriental. Para impedirlo, en el sello que habían puesto en el pasaporte figuraba también la hora, que era controlada al salir del país, de manera que cualquier retraso injustificado podía ser motivo de arresto y multa.

Klara se ha acurrucado de nuevo detrás de su madre en el banco trasero, compartiendo espacio con una bolsa de viaje y regalos para la familia – el resto del equipaje va en la baca. Poco a poco, la calefacción ha subido la temperatura del interior, cuyos cristales ya se empiezan a empañar, así que regularmente sus padres deben pasar un trapo por el parabrisas. También ella quita la condensación acumulada en el cristal lateral, primero dibujando con un dedo y luego con la mano entera para poder observar el entorno.
El día es gris, está nevando desde hace un rato y el paisaje ya se está poniendo blanco. De vez en cuando a lo lejos se ven pueblecitos que les está prohibido visitar, la sensación es la de estar atravesando el país como en una cápsula… De vez en cuando adelantan algún Trabant o Wartburg, los utilitarios del este, aún más modestos y lentos que el Escarabajo, sus ocupantes llevan caras serias y resignadas. Tras unos kilómetros intenta leer pero entre la conversación de sus padres, el calor humano de los tres cuerpos en el pequeño habitáculo, el motor con su característico zumbido y el claclac de las ruedas sobre la autopista, pronto cierra los ojos, aunque sin dormirse del todo.

Al parar para repostar, todos bajan para echar gasolina y comprar bocadillos. El plan era quedarse a comer aquí pero prefieren ganar tiempo y de todos modos el servicio en estas áreas es deplorable: los que trabajaban aquí suelen ser policías de paisano, miembros de la temida Stasi, la policía secreta, gente con mal humor permanente, entrenada para fisgonear pero no para atender a clientes.
Mientras espera fuera del coche, Klara se ajusta el cuello de su jersey, que le pica como el demonio, cada invierno la misma historia, ponte el jersey de cuello alto, pero mama, pica… sí, pero hay que abrigarse. Pero ¿de qué demonios hacen estos jerseys? Con botas, pantalones de pana y un abrigo, todo en colores chillones muy de la época, Klara viste a la última moda occidental mientras otros jóvenes que deambulan por la gasolinera llevan ropas más modestas y de colores sobrios. El contraste no escapa a nadie, aunque este frío polar no invita a quedarse a observar, así que decide encajarse de nuevo en su sitio.

Tras otra hora de viaje ya se acercan a la frontera. Aparecen de nuevo las torres de vigilancia, los tanques, el alambre de espino y los guardias armados con sus metralletas que van dirigiendo a los coches. Afortunadamente ahora quien está al volante es su madre que ya baja el cristal con la manivela. El guardia, con cara de poco amigos, prácticamente le quita pasaportes y visados mientras da las instrucciones… “Sigan, vamos, adelante hasta el control de aduanas, no se paren”.
Son de nuevo cincuenta metros hasta el siguiente control… “¿Llevan armas, radios, munición, artículos sujetos a autorización, niños?”. Ni un buenos días, éste funcionario es mayor y no oculta su desprecio por estos enemigos de la revolución. A través del retrovisor, Klara observa a su madre, que no pierde la sonrisa que, de tan amplia, se antoja incluso socarrona. Ay madre, aquí vamos de nuevo…
“Guten Morgen, antes ya nos ha controlado otro señor”. Y el guardia… “Aquí, en la República Democrática Alemana, no hay señores, sólo trabajadores y campesinos”. Su madre no se lo piensa… “Ah, perdone, pues ya nos ha controlado el otro campesino”. No, por favor, no de nuevo… Klara se tapa la cara con ambas manos frustrada y sorprendida, está claro que sus padres están hechos el uno para el otro.

Pero, milagro, el funcionario debía estar harto de listillos o bien la cola detrás estaba asumiendo enormes proporciones, el caso es que sin mediar palabra les devuelve los pasaportes y les suelta un “Weiterfahren, sigan su viaje”. En el retrovisor, por un segundo Klara creyó ver decepción en los ojos de su madre… Unos metros mas allá un cartel despide a los viajeros, ¡Auf Wiedersehen, hasta la vista! Y su padre… “¿En serio?”.
Ya en la parte occidental de la frontera Klara nota cómo su madre desacelera instintivamente. Pero desde dentro de la moderna garita, el policía no tiene ninguna intención de salir de su refugio calentito, se está tomando un café al lado de un arbolito cuyas lucecitas intermitentes de colores recuerdan que pasado mañana es Navidad. Son las tres de la tarde, empieza a oscurecer y mientras su madre acelera, Klara se recuesta en el asiento, el claclac ha desaparecido pero esta vez el zumbido del motor la sume en un profundo sueño…
DH
Sigue leyendo aquí.